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lunes, 24 de junio de 2013

¡Qué solos se quedan los vivos!. Crónica de una despedida (2)


Está rabioso con el destino que le ha tratado tan mal,  que le ha dejado sin su apoyo, sin mamá, y teniendo que depender de nosotros casi para todo. Por ello durante todo el viaje, llorando unas veces, riendo otras, emocionado siempre... no paró de hablar de ella, de sus recuerdos, de sus ilusiones, de sus momentos compartidos. Y yo escuchaba en silencio, compartiendo. Recordando cosas ya sabidas, descubriendo otras, corroborando la certeza de ese amor, peculiar y a veces aborrecible para mí (recordando la imagen de la mujer sumisa sometida al esposo) y, al mismo tiempo, envidiando el no haberlo podido tener, sufriendo en mí misma las consecuencias de una pareja rota.

  Llegamos al pueblo a las 7 de la tarde. Un viaje largo y fatigoso a pesar de las pausas para estirar las piernas, comer… en fin, más de siete horas. No obstante, cuando llegábamos, me pidió si podíamos acercarnos al cementerio “a ver a mamá”. Naturalmente, la reja estaba cerrada. Aun así habló con ella:

- " Hola, chiquitica, ya estamos aquí. Tú que puedes, mira mucho por nosotros”.

Y rezó, moviendo los labios pero en silencio, mirando sin ver en dirección al interior, donde ella reposa, con las manos apretadas a la reja.

 Yo no podía rezar. Sólo esperaba y me sentía en ese momento como una extraña cuya presencia interfiere en una íntima escena de amor.

Cuando dijo: "Vamos, mira los horarios para ver cuándo podemos venir mañana", le ofrecí mi brazo y volví a ser su lazarillo.

  Entramos de nuevo en el coche, en silencio. Mientras bajábamos la empinada cuesta de camino al pueblo musitó:
 
 - "Dios mío, qué solos se quedan los muertos".
 
 -         ¡Qué solos se quedan los vivos!, pensé yo.

  Fuimos a ver a los amigos que nos ofrecían albergue por esa noche. Inevitable hablar de mamá. Era su pueblo, su gente. Cumpliendo su deseo de reposar en su tierra, junto a sus padres, la llevamos allí. No habíamos vuelto desde ese día. El pueblo entero que conoció la noticia estuvo allí. Su pueblo, su gente. También nuestro por ser de ella. Sabiendo que cada saludo era a su vez una despedida. Sabiendo que vendiendo la casa cortábamos todo vínculo. Pero la casa ya no tiene sentido sin ella.

 Pasamos a verla. Se lo pedí yo. No quise entrar y verla vacía. Pero quería despedirme de "mi playiya”, donde tantas cosas se guardan de mi  adolescencia, de juegos con mis hijos, de estancias plagadas de amorosos detalles en los que ella nos preparaba aquellos platos que sabía que nos gustaban, en que me dejaba dormir lo que quisiera y descargarme de tareas  

 - “Descansa, que eres dormilona. Échate una siesta. No te preocupes, ya lo hago yo”.

 Al día siguiente, antes de las 9, hora de apertura del cementerio según constaba en el tablón, estábamos de nuevo ante la verja, ya abierta de par en par. Guié a papá ante la lápida y esta vez –quizás, si se dio cuenta, no lo entendió; aunque no me pidió explicación- le dejé solo... Me aparté unos pasos recordando imágenes de mamá y de ellos dos juntos, con el corazón oprimido por algo indefinible que no quise manifestar para no incrementar su dolor.

 Escenas que se quedan grabadas una vez que ya tienes “luces” para entenderlo. Como ese día, después de una comida familiar, en el que estábamos sentados ante la televisión en el cuarto de estar. Papá extiende la mano y toca la de mi madre.
 
– Tienes las manos frías.
 
Al no haber contestación -“¿Está dormida?”-, pregunta. Y al responderle que sí, se levanta y vuelve al cabo de un momento con una bata para taparla con un  mimo y un cuidado que sólo el verdadero cariño provoca…

 De nuevo un "¡Vamos!" y un "Adiós, chiquitica" dirigido en dirección a los nichos, mientras se agarraba de mi brazo.

  Y así iniciamos el viaje hacia donde nos esperaban el comprador y el notario: un pueblo cercano  donde papá vivió con sus padres y hermanos hasta que “voló” para seguir su carrera y formó su nueva familia cuando se casó. Yo, por el camino, solo escuchaba lo que él quería contar... era "su" viaje, su despedida, su duelo. Iba dispuesta a retrasar el regreso un día más para que pudiera descansar. Pero una vez terminados los trámites quería volver "a casa" y retomamos el viaje de vuelta, repleto una vez más de anécdotas de nuestra niñez, de su noviazgo, nuestros nacimientos, de canciones que a ella le gustaban... de poemas que él le hizo y que me quería cantar y recitar, pero que eran interrumpidos por los sollozos.

 Cuando le dejé en casa de mi hermana y mi cuñado -con quienes vive cotidianamente aunque pasa temporadas con nosotros- , y se fue a acostar (después de besarme y darme las gracias), volví a mi casa. Nada pude repasar... tal era el cansancio que sentía. Apenas comenté un par de cosas con mis hijos y me fui a dormir.

 Ha sido al día siguiente, cuando escribí un boceto del relato, y ahora, en que he necesitado este desahogo porque se encuentra mal y nos preocupa su estado, cuando se me ha venido encima toda la carga emocional...

  Agradezco la oportunidad de este viaje. Agradezco haber podido compartir tan íntimamente tantas horas con papá. Mi padre, el bastión familiar, el cabeza de familia autoritario y protector, mi hombre-modelo desde niña. A quien he admirado, respetado y querido no sólo por ser mi padre, no: por ser “persona”, por su saber estar, por su hambre de cultura, por su sentido del deber, por su amor a mamá y a sus hijos... por tantas y tantas cosas compartidas con él.

 Pasado un tiempo le leí el esbozo: Se emocionó. Quería que supiera que le quiero, y que llegado el momento de tener que decirle adiós no pasara como con mi madre, a la que tantas cosas hubiera querido decir y no pude.

 Papá, espero haber podido transmitírtelo y lo lleves contigo como ya lo llevo yo.

 A él va dedicado este relato. Ahora tiene 84 años. 

Madrid, a 6 de Marzo de 2010.

           El viaje se hizo en 2006. Murió en mi casa, dormido, justo en la misma fecha del escrito, dos años después. Pudo saber lo que le quería, con hechos y palabras, y eso me reconforta.